PRIMER SEMESTRE 2021 NÚMERO 31 ISSN: 1659-2069

Ensayo corto sobre el problemático presente e incierto futuro de la democracia representativa y sus desafíos

 

Jorge Vargas Cullell*

 

https://doi.org/10.35242/RDE_2021_31_2

 

Nota del Consejo Editorial

Recepción: 15 e setiembre de 2020

Revisión, corrección y aprobación: 3 de diciembre de 2020.

Resumen: Aborda el tema del futuro de la democracia representativa, con el fin de estimular la deliberación sobre posibles estrategias para revivificar la representación política. El objetivo del artículo es analizar la crisis de la democracia representativa entendida como la falta de congruencia, o desacople, entre representantes y representados y su sustitución por otros canales para procesar los conflictos sociales (movilizaciones sociales masivas, elección de líderes mesiánicos). Ofrece una reflexión conceptual de orden general, con referencias a casos específicos, sin desarrollar un análisis comparado de carácter empírico.

Palabras clave: Democracia representativa / Debilitamiento de la democracia / Conflictos sociales / Movimientos sociales / Medidas de presión / Descontento político / Accountability / Situación política / Populismo.

Abstract: The article addresses the future of representative democracy with the aim of stimulating deliberation on possible strategies to invigorate political representation. The goal of the article is to analyze the crisis of representative democracy understood as the lack of coherence or disconnection among representatives and those that are represented, and their replacement through other channels to process social conflicts, (mass social mobilizations, election of messianic leaders). The article offers a general conceptual reflection making reference to specific cases without going into an empirical comparative analysis.

Key Words: Representative democracy / Weakening of democracy / Social conflicts / Social movements / Measures to exert pressure / Political discontent / Accountability / Political situation / Populism.

 

 

 

 

1. Introducción

¿Qué futuro tiene la democracia representativa como sistema de gobierno cuando, en ella, la mayor parte de la ciudadanía no se siente representada en la conducción de los asuntos públicos, y los vehículos clásicos de la representación política son acusados, por esa mayoría, de estar capturados por pequeños, aunque poderosos, grupos de interés? Este es, para mí, el problema existencial de la democracia moderna.

La representación, el vínculo primordial de la relación entre gobernantes y gobernados, es el núcleo duro de la democracia moderna, tal como la conocemos: la selección de gobiernos por medio de competencias electorales limpias y libres entre partidos históricos que adhieren los principios constitucionales y captan la mayor parte del voto popular. Sin embargo, ese núcleo duro está en franca erosión en las democracias maduras.

Hubo síntomas tempranos del problema hace unas cuatro décadas cuando en Europa y Estados Unidos empezó a registrarse una pérdida de confianza ciudadana en las instituciones públicas (Putnam, 2000; Fuchs y Klingemann, 1995). Sin embargo, el pensamiento dominante era que esta indeseable evolución no tenía por qué terminar afectando al sistema como tal, sino que era la consecuencia del desarrollo económico y de los estilos de vida de nuevo cuño (Dalton, 1988/2014) e Inglehart, 1990). Se creía, pues, que el núcleo duro de la democracia representativa era invulnerable al creciente descontento del demos. Que si de algo había que preocuparse, era de la consolidación de las nuevas democracias surgidas de las transiciones desde regímenes autoritarios en países que carecían de experiencia histórica con las instituciones de la democracia moderna (Diamond, 2015).

La ilusión sobre la invulnerabilidad del núcleo duro de la democracia se desvaneció en la segunda década del siglo XXI. En las democracias maduras se registraron, con matices según las condiciones nacionales, intensos procesos de desalineamiento electoral y político de la ciudadanía y la desarticulación de los sistemas de partidos que habían estructurado la competencia política por décadas. Se confirmaron intentos (más o menos exitosos según el caso) de manipulación de los procesos electorales mediante métodos de ciencia de datos (Cadwalladr, 2017) y la elección de gobernantes que sistemáticamente socavan las instituciones del Estado de derecho y, más aún, las mismas garantías electorales (Mounk, 2020).

Ante la erosión del componente representativo de nuestras democracias, no han emergido nuevos modos de representación que reaviven el vínculo entre gobernantes y gobernados. En el plano de la teoría democrática, desde hace décadas diversos autores han propuesto alternativas a la democracia representativa (Coppedge, 2012 y Held, 1996), o adaptaciones de ella a los nuevos tiempos (Dahl, 1989). Estos desarrollos normativos no son nuevos, pero a la fecha ninguno la ha desplazado como la idea normativa fundamental de la democracia moderna.

En el plano de la política comparada, por otra parte, aun no se conocen alternativas a los partidos políticos como organizaciones de representación política, ni a las elecciones como método de selección de gobiernos nacionales. Hablamos aquí, por supuesto, de las sociedades que procuran mantenerse como democracias, pues abundan los ejemplos de gobernantes autoritarios que, en nombre de una democracia popular o una participativa, han fundado dictaduras, disolviendo partidos y distorsionando sistemas electorales.

El presente artículo aborda la pregunta sobre el futuro de la democracia representativa. La especulación se mantiene en un alto nivel de generalidad, pues su propósito es estimular una deliberación sobre posibles estrategias para revitalizar la representación política. Esa especulación, sin embargo, es informada tanto por la literatura de política comparada más reciente como por el estudio de la evolución de la situación política en países de América, Europa y Oceanía.

Luego de esta introducción, el resto del texto se organiza de la siguiente manera. En la segunda sección se efectúa una breve referencia histórica para recordar que, de haber un quiebre generalizado de la democracia, no sería la primera vez que una cosa así ocurre. La tercera sección reflexiona sobre tres amenazas que arriesgan romper el núcleo duro de la democracia representativa. Aunque originadas fuera del ámbito político, el interés aquí es pensar acerca de sus consecuencias sobre la organización del poder político en sociedades democráticas. A partir de esta reflexión, la última sección imagina un escenario en en que la democracia representativa puede hacer frente a esas amenazas.

 

2. En perspectiva histórica

En la actualidad el mundo experimenta una reversión de la tercera ola democrática (Huntington, 1991 y Diamond et al., 1997). En los últimos diez años florecieron nuevos regímenes autocráticos e híbridos ahí donde antes nuevas democracias procuraban afincarse y la calidad de varias democracias maduras se deterioró (V-DEM, 2018 y EIU, 2019). Esta constatación empírica ha propiciado una amplia y rápidamente creciente literatura acerca de la caída de la democracia moderna que es, recordemos, una de carácter representativo (Levitski y Ziblatt, 2018; Mounk, 2020; 2018; Carter, 2018 y Runciman, 2018).

Independientemente de la discusión de si, en la actualidad, la democracia se encuentra en fase terminal o no (Przeworski, 2019), hay un punto de la teoría política que los problemas antes vistos obligan a considerar: si el descontento ciudadano con los mecanismos básicos de la representación política es de tal profundidad como la experimentada en muchos países, ¿no es una contradicción de principio la supervivencia de una democracia representativa que no representa? Esta incómoda pregunta da pie a una segunda interrogante: ¿Por qué los ciudadanos van a seguir jugando un juego en el que no creen ni funciona para ellos?

Una respuesta posible se inspira en la conocida sentencia de Churchill: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”. La línea de argumentación sería más o menos la siguiente: la democracia tiene una superioridad intrínseca, normativa y empírica, frente a sus adversarios. Conceptualmente, es un método para gobernar basado en el reconocimiento de la agencia moral y política de la ciudadanía, lo que induce a los gobernantes a responder a los intereses y demandas de la mayoría y les da una legitimidad de origen de la que carecen otros sistemas políticos. Empíricamente, al ser un método de gobierno basado en las decisiones de muchos, tiene mayor capacidad de sobrevivencia que los sistemas basados en las decisiones de pocos, que podrían ser más propensos a errores catastróficos al carecer de contrapesos frente a las acciones de los poderosos. Según esta manera de ver las cosas, por más problemas que experimente, la democracia posee una ventaja de partida que aumenta sustancialmente las probabilidades de sobrevivencia: las y los ciudadanos no renuncian fácilmente a su libertad.

Uno quisiera que la historia fuese un juez bondadoso que dictara sentencia favorable a la tesis de la superioridad intrínseca de la democracia. Sin embargo, la experiencia muestra una cosa muy distinta: si en el mundo contemporáneo hubiese un quiebre generalizado de la democracia, no sería la primera vez en la historia que la democracia sucumbe, como sistema de gobierno y como idea política. Un breve repaso nos alerta contra la complacencia.

Las democracias de la antigua Grecia, incluyendo las del sur de Italia y de la hoy costa turca, Atenas la más prominente y conocida de ellas, cayeron una tras otra luego de aproximadamente dos siglos de tumultuosa existencia (Cartledge, 2016 y Dunn, 2005). Eran democracias muy distintas a las actuales: estaban afincadas en pequeñas sociedades urbanas (aunque Atenas fue brevemente imperio); eran democracias directas, en la que los asuntos públicos se debatían en asambleas y cualquier persona con estatus de ciudadano podía ocupar (y frecuentemente lo hacía) cargos públicos; poseían estructuras estatales incipientes en burocracia y capacidades técnicas y, crucialmente, en ellas, la mayoría de las personas estaban excluidas de la participación política, por ser mujeres o esclavos. Eran, además, democracias ajenas a cualquier noción de derechos individuales y de garantías del debido proceso, temas fundamentales para la democracia moderna. Pese a todas estas diferencias, en las democracias de la antigua Grecia prevaleció un principio fundamental: en ellas, el pueblo -entendido como el subconjunto de varones no esclavos- gobernaba y no la oligarquía, los ricos o la nobleza (Cartledge, 2016 y Hornblower, 1992).

Platón y, sobre todo, Aristóteles criticaron radicalmente a la democracia como sistema de gobierno, a la que calificaron como una degeneración de una república: el paso del gobierno de la mayoría a favor de todos a la “tiranía de la plebe”, que expropiaría a los aristócratas de sus propiedades. Esta crítica caló hondo en la filosofía política occidental por los siglos venideros: hizo de la democracia una mala palabra, asociada con la inestabilidad, la arbitrariedad de las masas y el temor de las élites al gobierno de los pobres (Cartledge, 2015 y Farrar, 1992). Tanto fue así que los fundadores de los Estados Unidos, la primera república moderna, casi dos mil años después, evitaron siempre emplear la democracia como concepto normativo para guiar su experimento político e introdujeron fuertes componentes contramayoritarios en su sistema de gobierno con el fin explícito de evitar una eventual tiranía de la plebe, tales como la elección en dos grados mediante un colegio electoral y el parlamento bicameral (Dahl, 2001 y Weingast, 2016).

Entre la antigua Grecia y el resurgimiento de la democracia en el siglo XIX como idea política respetable y, a la vez, sistema de gobierno, hubo un largo hiato puntuado por experiencias que invariablemente terminaron sucumbiendo frente a sistemas autoritarios de todo tipo. Por largos siglos no hubo motivo para el optimismo, aunque Acemoglu y Robinson (2020) registran, en Europa, la persistencia de prácticas de consulta popular a lo largo de la Edad Media, enraizadas en las tradiciones de los pueblos germánicos, que dieron sustento, posteriormente, a la creación y desarrollo del parlamento como institución.

Una primera experiencia prometedora para la causa de la democracia fue la república romana que, con fuertes turbulencias internas, sobrevivió por unos cuatro siglos (Beard, 2106). La república estuvo fundada sobre el concepto de libertas: una ciudad estado no subyugada a la tiranía de un rey y, por tanto, lugar de hombres libres (Skinner, 1998). Además, sus gobernantes (cónsules, senadores y otros puestos) eran electos por el voto de los ciudadanos romanos, incluyendo, luego de prolongados conflictos civiles, el de los pobres o proletarii; tenía, además, resguardos para impedir la perpetuación en el poder, como la rotación anual de puestos, si bien su cumplimiento efectivo fue fuente de constantes conflictos a lo largo de siglos. Sin embargo, no solo la república sucumbió y dio paso a la dictadura de los emperadores, sino que nunca fue una democracia como tal: a diferencia de la Atenas clásica, el mecanismo de selección de gobernantes aseguraba a los grupos de mayor riqueza un control (siempre disputado) sobre el proceso político, pues los votos no pesaban por igual.

Hubo que esperar más de mil años para encontrar una segunda experiencia de prácticas democráticas en el gobierno de una ciudad: entre los siglos XII y XIV se fundaron repúblicas en cientos de pueblos y ciudades del centro y norte de Italia, de muy diverso tamaño, que se independizaron de los señores feudales e instauraron sistemas de autogobierno basados en la participación de la ciudadanía, nuevamente excluyendo a las mujeres (Wailey y Dean; 2013; Gordon, 1999 y Jones, 1997). Luego de cerca de trescientos tumultuosos años de existencia, estas repúblicas se transformaron en oligarquías o cayeron nuevamente bajo el dominio de reyes y emperadores.

En resumen, vistos las antecedentes históricos de la democracia, es apropiado preguntarse si en la época actual, en la que experimentamos procesos de regresión autoritaria en decenas de países, o de pérdida de calidad democrática en otros, su futuro está en peligro. Aceptar esta pertinencia no implica, por supuesto formular un veredicto apresurado sobre el tema. Simplemente es un recordatorio de que, desde la perspectiva de la longue dureé a la que se refería Pierre Vilar (Guldi y Armitage, 2014) la democracia ha sido un experimento político frágil y breve, que ha sucumbido tanto a las amenazas externas provenientes de sistemas de gobierno autoritarios de todo tipo como a las amenazas internas, originadas en su propia dinámica (Beard, 2016; Cartledge, 2015; Wailey y Dean, 2013 y Hornblower, 1992). A este punto se dedica la próxima sección.

 

3. Las vísceras de la discordia

No es necesario entrar en la discusión sobre si la democracia representativa caerá o no para reflexionar sobre los peligros que hoy la acechan y acrecientan su fragilidad. Es aún muy temprano para efectuar una valoración acerca de si esto es una mala época transitoria o el principio del fin de la democracia moderna (Runciman, 2018; Przeworski, 2019 y Mounk, 2020).

En un plano más substantivo, las debilidades congénitas de los mecanismos de la democracia representativa y la suerte histórica que este sistema de gobierno corra son dos temas distintos cuya relación habrá que, en todo caso, establecer mediante estudios empíricos. El hecho de que décadas de práctica democrática permitan identificar estas debilidades, por serias que sean, no tiene por qué implicar un veredicto sobre la viabilidad de la democracia moderna. Si, como se sabe, nunca ha existido un sistema político perfecto, administrado por ángeles, entonces es inevitable reconocer que algunos sistemas imperfectos pueden ser resilientes y perdurar por largos períodos históricos (véase Beard, 2016 para el caso de la Roma antigua). La determinación del momento en que la acumulación de problemas se convierte en una crisis terminal es un juicio que, a priori, es difícil de formular para la ciencia política comparada y constituye una materia propia de la política práctica y de los estudios históricos.

Este artículo se enfoca en problemas intrínsecos a la democracia representativa que, a la luz de la experiencia internacional de las sociedades con más experiencia con ella, ciertamente plantean desafíos apremiantes para su futuro. Se trata de asuntos relacionados con el diseño mismo de los mecanismos de la representación política, los modos en que las preferencias individuales se transforman en decisiones colectivas vinculantes. A diferencia de las democracias directas de la antigua Grecia, en los sistemas modernos esta transformación implica un acto de delegación parcial de la soberanía popular en individuos que, por mandato constitucional, son investidos de la autoridad para “hablar” por los demás y de tomar decisiones que son legalmente obligatorias para el conjunto de la sociedad. Estos individuos son los representantes políticos que, en una democracia representativa, son seleccionados mediante elecciones que deben cumplir con un conjunto de requisitos (O’Donnell, 2010). El punto que quisiera señalar es que esta delegación parcial de poder de la ciudadanía sobre los representantes, el pilar fundamental del sistema, tiene defectos congénitos que hacen vulnerable al conjunto del edificio político a la manipulación de esa delegación en contra de las libertades de la ciudadanía.

Antes de seguir, es importante trazar una distinción importante: interesan aquí las reglas de la democracia representativa y no los resultados que, como sistema de gobierno, este entrega a la sociedad. Estos últimos pueden ser más o menos satisfactorios según el caso bajo análisis, aunque hay amplia evidencia de un crecimiento global de la insatisfacción ciudadana con la democracia (IEU, 2019) y de las oportunidades que ello ha abierto a alternativas populistas o abiertamente autoritarias para hacerse de los gobiernos (Norris e Inglehart, 2019).

El desempeño de un sistema de gobierno está ciertamente condicionado por las reglas del sistema político, como lo argumentan las diversas teorías institucionalistas. Por otra parte, sin embargo, está decisivamente atado a lo que los actores políticos hagan o dejen de hacer y a sus estrategias: su configuración, ideología, capacidad de articular alianzas o de conjuntar apoyos sociales. Estos factores son extrínsecos a las instituciones y, para el caso, a los factores estructurales más amplios que conforman la economía y la vida en una sociedad. De esta manera, dos sociedades que comparten características estructurales e institucionales similares pueden mostrar resultados distintos y divergentes a lo largo del tiempo, debido al efecto acumulado de las actuaciones de las fuerzas políticas y sociales. Estas actuaciones no pueden deducirse simplemente de los factores sociales e institucionales más amplios, aunque, como señalé, estos factores influyan sobre estos actores.

Resumiendo, el análisis sobre las debilidades congénitas de la representación política no tiene poder predictivo: no dice nada sobre el futuro de la democracia, simplemente refiere a debilidades que la hacen vulnerable. Segundo, de este análisis tampoco puede inferirse un juicio sobre el desempeño de las democracias representativas, en términos de su capacidad de prohijar el progreso y bienestar de las mayorías. La relación que eventualmente haya entre estas debilidades y el desempeño de un sistema de gobierno tendrán que ser esclarecidas empíricamente, a partir de estudios comparativos con una amplia perspectiva histórica.

Con estas aclaraciones en mente, cabe reconocer que el tema de las debilidades congénitas de la democracia representativa no es novedoso en la teoría política. Por el contrario, ha sido un objeto de estudio por parte de la teoría dominante en las ciencias políticas en las últimas décadas: la teoría de la escogencia racional.

Hace ya cuatro décadas, Riker (1982), principal representante de la llamada Escuela de Rochester, planteó que la democracia, en virtud del teorema de imposibilidad de Arrow, llega a puntos muertos cuando no es posible formar mayorías a favor de una política pública debido a distribuciones divergentes de preferencias entre la ciudadanía. Un sistema político en esa situación cae en una iteración estratégica que origina rompimientos violentos, según su análisis de situaciones históricas. Por esa razón, definió la democracia representativa en el sentido más estrecho posible: la selección y remoción de gobernantes por medio de elecciones; y llamó populismo, o degeneración de la democracia, a todo intento de ligar las decisiones públicas con las preferencias ciudadanas, haciendo eco de la crítica aristotélica a la democracia como la tiranía de las mayorías.

Riker es Schumpeter en su versión más elemental y el resultado de la aplicación extrema del enfoque microeconómico al estudio de los sistemas políticos. En esta versión, el componente “representativo” de la democracia se desvanece. La democracia no tiene apellidos: debe entenderse, a secas, como un puro mecanismo de selección y remoción de gobernantes. Quienes son electos en cargos públicos se enfrentan continuamente a distribuciones de preferencias ciudadanas imposibles de traducir en decisiones públicas que gocen de respaldos mayoritarios. En términos de teoría política, la implicación es clara: si el teorema de Arrow es la regla general de la política (y no una excepción), la persona electa no representa a nadie más que a sí mismo, ni debe intentar hacerlo. Si los electos procuran convertirse en representantes del pueblo, condenan al sistema político a un crónico desequilibrio (“cycling”), pues es inútil procurar formar mayorías ciudadanas estables sobre una combinación de temas que, además, están permanentemente cambiando.

Desde esta perspectiva, la política debe entenderse, de manera más acotada, como un mercado de competencia perfecta en el que, liberados del lastre de representar a la ciudadanía, la suma de esfuerzos individuales de los políticos por maximizar sus chances de avanzar en sus carreras políticas termina por producir un equilibrio general: la estabilidad del sistema en su conjunto. A la hora de una competencia electoral, los políticos procuran adivinar y atraer al “votante mediano” (Downs, 1957), pero una vez electos no están obligados a responder a las preferencias ciudadanas, pues la representación no es un contrato entre partes (Przeworski, Stokes y Manin, 1997).

La teoría política de la escogencia racional identifica una debilidad congénita, medular desde su perspectiva, de la democracia representativa. Sin embargo, su objeción es menos robusta de lo que parece. Por una parte, sus seguidores no han logrado demostrar que el teorema de imposibilidad de Arrow modele, de manera estilizada, el “estado de naturaleza” en la política y, por el contrario, hay amplia evidencia de múltiples situaciones que se ajustan a las especificaciones del teorema; tampoco ha podido demostrar que la transitividad de las preferencias lleve inexorablemente a un problema de Condorcet: en ciertas ocasiones límite ello podría ocurrir, pero no es la regla general (Mackie, 2003). Además, asume, en lo fundamental, que a la política le resulta aplicable el modelo del mercado de competencia perfecta como regla general cuando, como lo señala Rodrik (2013) desde la propia disciplina económica, este modelo tiene supuestos críticos que no resultan apropiados para el análisis de muchos problemas sociales.

Por otra parte, las neurociencias, la biología evolutiva y los estudios experimentales en economía, psicología y sociología han reunido amplia evidencia de que los seres humanos no son entes maximizadores de utilidad (Shiller, 2019; Thaler y Sunstein, 2008; Kahneman y Tverski, 2000; Thaler, 1994; Simon, 1991 y March y Simon, 1958). Ciertamente, hace más de medio siglo Friedman había concedido que, probablemente, las personas no eran racionales, pero había ripostado que la veracidad de este supuesto no importaba siempre que su aplicación permitiera elaborar teorías y predicciones útiles con una máxima economía de argumentos y desarrollar sofisticados protocolos formales de investigación (Friedman, 1953). Sin embargo, la abundante evidencia científica amasada hace difícil sostener esta defensa per se y, en la actualidad, la punta de lanza de la investigación del comportamiento humano se ha movido hacia, entre otras perspectivas, el análisis de redes y los algoritmos de inteligencia artificial basados en datos masivos, que no requieren el supuesto de la elección racional (Rodrik, 2013).

Finalmente, hay un tercer elemento en juego: la historia reciente de la democracia ha desmentido a quienes, con base en la teoría de la acción racional, asumieron que esta era un puro mecanismo electoral. Hace casi un par de décadas, O’Donnell (2003) mostró las limitaciones de este minimalismo definicional de la democracia. Desde un punto de vista práctico, la experiencia ha indicado que ahí donde la democracia ha quedado desprovista de lo que estos teóricos llamaban “externalidades” -tales como la existencia del Estado democrático de derecho-, los sistemas políticos han experimentado regresiones autoritarias: los Estados autoritarios han terminado devorando a los regímenes electorales. El supuesto teórico de la separación ontológica entre democracia electoral y Estado democrático de derecho no parece haber sido apoyado en la realidad: la democracia representativa, en sí misma un híbrido de tradiciones de pensamiento e instituciones originalmente diseñadas con diversos propósitos, anuda ambos componentes como partes inseparables de su funcionamiento.

La principal consecuencia de estas consideraciones es que los pilares de la crítica de la teoría de la decisión racional a la posibilidad misma de la democracia representativa se han visto, hoy por hoy, debilitados de manera importante. No hay razones, teóricas o empíricas, para asumir la imposibilidad de la representación política tanto en el sentido de procurar una incapacidad congénita de identificar, dar voz y canalizar las demandas ciudadanas como de la incapacidad de amalgamar coaliciones mayoritarias a favor de determinadas políticas públicas, un fenómeno “normal” en la política democrática en la época moderna.

 

4. Debilidades congénitas

Que la objeción de la teoría de la decisión racional a la democracia representativa pueda ser respondida, no elimina la existencia de una serie de debilidades congénitas o problemas intrínsecos que hoy constituyen, los cuales crean serios problemas normativos y empíricos para la supervivencia democrática.

La democracia moderna está predicada sobre la premisa de la igualdad política (una persona, un voto), rodeada y defendida por un conjunto de libertades políticas y civiles. En principio, todas las personas que son ciudadanas tienen el mismo peso a la hora de elegir a sus gobernantes y, en virtud de ello, pueden ejercer escrutinio sobre los asuntos públicos. Dahl (1971, 1989) había subrayado que la igualdad jurídica en la participación no implica igualdad en la capacidad de las personas para influenciar las decisiones de política pública. De hecho, en ninguna democracia representativa, la igualdad política ha estado asociada a igualdad en el peso de las preferencias de las personas, o de las organizaciones en las que decidan participar, ni al horizonte normativo que Dahl establece para la democracia: atención equitativa de las preferencias ciudadanas. Siempre hay unos que por patrimonio, clase social, capacidad organizativa, estatus u otros factores, pesan más que otros. Desde el punto de vista de la biología evolutiva, las desigualdades siempre han estado presentes en toda organización humana -que es siempre jerárquica-, aunque, a su vez, estas desigualdades no siempre han provocado asimetrías en la distribución de bienes socialmente valiosos (Wrangham, 2019).

Quisiera plantear el tema de las debilidades congénitas de la democracia representativa desde una perspectiva distinta: el punto fuerte y, a la vez, la gran debilidad de este sistema de gobierno es, precisamente, la cuestión de la igualdad política, entendida aquí en un sentido acotado, para no complicar el análisis, como el dictum “una persona, un voto”. En otras palabras, todo voto pesa igual: ninguna persona puede alegar que ella o las personas que pertenecen a su mismo estamento social (clase social, casta, grupo étnico u organización social) tienen derecho a un mayor peso que los demás en la selección de los gobernantes.

Este dictum es, en la actualidad, mucho más vulnerable de lo que parece, debido a problemas inherentes a la misma democracia. El punto que quiero desarrollar no es la vulnerabilidad de la democracia a causa de los ataques que, desde distintas corrientes oligárquicas o abiertamente autoritarias, se pueden hacer a la igualdad política por medio de la imposición de mayores restricciones al empadronamiento de votantes, la manipulación de procesos electorales para cometer fraudes, las persecuciones a grupos opositores para impedir su libre participación en la competencia política u otras que se pueden enumerar. Para efectos de claridad de análisis, se asumirá, en lo que sigue, una situación en la que nada de lo anterior ocurre: la existencia de un pleno respeto a la igualdad política, en especial, la existencia de elecciones libres, limpias y decisivas para la escogencia de gobernantes por parte de la normativa vigente y por las instituciones con mandato constitucional y legal para implementarla.

Aún en esas condiciones, es posible identificar, al menos, un par de defectos congénitos de la democracia representativa, que arriesgan su futuro. El primero es la manipulación sutil de la agencia moral y política de la ciudadanía que la actual revolución científico-tecnológica permite sin ni siquiera tener la necesidad de tocar el marco formal de garantías políticas y civiles; manipulación que, cuando ocurre, erosiona significativamente la igualdad política. El segundo es la debilidad de los contrapesos efectivos para la traslación de las asimetrías en recursos e influencia generadas por las desigualdades económicas en una sociedad al terreno de la política. Ambos casos comparten un problema común: la ausencia de mecanismos endógenos para contener y remediar los efectos disruptivos sobre la igualdad política de procesos sociales más amplios. En lo que sigue estas ideas se desarrollarán brevemente.

 

5. La disrupción científico-tecnológica sobre la igualdad política

La revolución científico-tecnológica, actualmente en marcha en el mundo, tendrá profundas consecuencias sobre la formación y agregación de preferencias ciudadanas. Se trata de un desafío complejo para el cual la democracia no ha desarrollado respuestas ni en el plano conceptual ni, por supuesto, en el plano práctico.

En la actualidad se desarrolla un proceso de acumulación, usurpación y monopolización de los datos experienciales de miles de millones de seres humanos por parte de firmas privadas y Estados que, mediante la aplicación de algoritmos de inteligencia artificial pueden, cada vez con mayor precisión y confianza, no solo predecir el comportamiento de los individuos, sino moldear su pensamiento y conductas (Zuboff, 2019 y Harari, 2020 y 2019). Hablamos aquí de la apropiación y uso de nuestra huella digital para fines de control de nuestro comportamiento en el mercado como consumidores y también, por supuesto, de nuestro comportamiento como ciudadanos en la arena política.

La apropiación de nuestra huella digital por parte de estas firmas privadas y Estados es en parte inadvertida y contra la voluntad expresa de las personas como, por ejemplo, cuando fue revelado que la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (NSA por sus siglas en inglés) espiaba sin consentimiento las comunicaciones personales de millones de personas. Sin embargo, en buena medida, esa apropiación es un acto consentido para tener acceso a una red social o una aplicación web: las personas consienten que su información personal pase a ser propiedad de una firma y pueda ser empleada por esta para fines comerciales o entregada a terceros.

Como lo argumenta Zuboff (2019), la huella digital es una inmensa fuente de acumulación de riqueza, creada por las firmas privadas más grandes que la humanidad jamás haya conocido. Es, además, una fuente de creación y acumulación de un extraordinario poder político por parte de un conglomerado poco transparente de firmas, actores políticos paraestatales y ciertas agencias del Estado ligadas a los aparatos de seguridad.

Ni los Estados totalitarios del siglo XX ni, por supuesto, las monarquías absolutistas de la Europa de la era premoderna, Japón o China, podían conocer lo que pensaba cada uno de sus súbditos; tampoco tenían los medios para verificar sus movimientos. Una vez que detectaban una disidencia o, muchas veces, sobre la base de una simple sospecha, solían ser brutales. Sin embargo, mucho de la vida cotidiana continuaba sin ser revelada a ellos: en cierto sentido, volaban a ciegas y en ocasiones terminaban sorprendidos por explosiones sociales y políticas, cuya incubación no habían detectado.

A diferencia del pasado, la apropiación de la huella digital de los ciudadanos permite saber cada vez más, en tiempo real, sus expresiones, acciones políticas y vinculaciones. Así pues, el conocimiento de la vida diaria de las personas como ciudadanos es un potente arsenal de control social sobre la población. Pero, más allá de la detección de pensamientos, comportamientos o asociaciones llamativas, la apropiación de la huella digital permite, mediante la aplicación de algoritmos de inteligencia artificial a esa inmensa masa de datos, realizar otras dos labores políticas que conspiran fuertemente contra la representación.

La primera es la predicción de comportamientos de los individuos, a partir de la reconstrucción de perfiles prototípicos utilizando técnicas de análisis de datos masivos o minería de datos. Cuanta más información contenga la huella digital de cada persona, más precisos y completos son esos perfiles. Quienes tienen esa información pueden saber no solo el perfil de tal o cual persona, sino estimar las probabilidades de que ese perfil esté asociado o no a determinados pensamientos y acciones políticas.

Íntimamente ligada a la predicción está la segunda labor: el análisis de la huella digital permite moldear el comportamiento de los individuos, de manera que sea conforme a ciertas pautas consideradas como deseables por parte de los nuevos poderes o, en su defecto, para alejarlos de actuaciones y relaciones que se consideren peligrosas, inconvenientes o subversivas.

Esto, que parece ciencia ficción, se relaciona con algo ampliamente aceptado por diversas teorías políticas, en especial las variantes del institucionalismo: la capacidad de inducir preferencias mediante la alteración de la estructura de oportunidades que los individuos enfrentan a la hora de tomar una determinación (March y Olsen, 1989 y North, 1990) .

En política, el microtargeting de la propaganda, mediante un cuidadoso direccionamiento y adaptación de los mensajes según los perfiles de las personas, reconstruidos a partir de la huella digital, ha permitido influenciar los resultados electorales en al menos dos casos ampliamente documentados: el Brexit en el Reino Unido y la elección presidencial del 2016 en Estados Unidos.

Harari (2020 y 2019) ha especulado sobre las posibilidades de control político que otorgará el maridaje entre la biotecnología y la inteligencia artificial. Cuando ello ocurra -y no hay en el horizonte factores que tecnológicamente lo impidan- quienes dominen la huella digital podrán saber, incluso antes de que la persona esté consciente de ello, ciertas orientaciones de personalidad, sexualidad, preferencias políticas y de consumo.

Una situación así da una enorme ventaja a los gobernantes, ya no solo frente a los viejos Estados autoritarios y totalitarios del pasado, con sus imperfectas tecnologías de control político, sino frente a la democracia. La vieja fórmula romana “Quis custodiet ipsos custodes”, es decir: “¿Quién controla a los custodios?” aplica aquí, aunque modificada: ¿Quién puede controlar a los que controlan la huella digital, que tanto poder poseen sobre las personas y, en general, la vida social?

Es claro que los medios clásicos de control ciudadano sobre el poder político, desarrollados por la moderna democracia representativa en los siglos XIX y XX por medio del voto u otras instancias de participación y escrutinio sobre los asuntos públicos, se quedan cortos para ejercer contrapesos efectivos en quienes dominen la huella digital. Los contactos entre representantes y representados, con el fin de sondear y entender las preferencias ciudadanas como recibir en el despacho a grupos organizados, efectuar giras de trabajo, recibir cartas y denuncias quedan reducidas a una anécdota frente al flujo masivo y permanente de información de la huella digital, que permite una auscultación en tiempo real del clima político de un país, basado en el comportamiento de cada una de las personas.

Con todo y lo formidable de esa concentración de poder, este no es el principal desafío que la apropiación de la huella digital plantea a la democracia. Después de todo, esta podría entenderse como parte de la historia del complejo y delicado equilibrio que siempre hay entre, como dije, gobernantes y gobernados en cualquier sistema político. La apropiación de esa huella escora, en principio, el equilibrio a favor de los gobernantes, que por el momento se está haciendo infinitamente más poderoso que los movimientos ciudadanos. Sin embargo, es apropiado recordar que en los dos últimos siglos la democracia se ha desarrollado y ha subsistido sobreviviendo a todos los formidables adversarios que ha enfrentado.

El principal desafío que la apropiación de la huella digital plantea a la democracia es el esfuerzo deliberado por castrar la agencia moral y política de los ciudadanos. La capacidad ya no solo para predecir, sino para moldear los comportamientos ciudadanos, supone una amenaza letal al principio básico sobre el que está predicada la democracia: que las personas, independientemente de su condición social, poder económico, político y otras diferencias son las mejores juezas de sus propios intereses y que, por tanto, debe respetárseles un espacio de autonomía que es su libre albedrío, a partir de un complejo conjunto de protecciones legales en la forma de libertades y derechos.

La amenaza es, por supuesto, mucho más sutil que la barbarie de los regímenes totalitarios y autoritarios, que suprimen de jure y de facto las libertades y derechos políticos y civiles y eliminan físicamente a las personas. Al tener la capacidad de moldear los comportamientos, quienes controlan la huella digital ya no necesitan recortar ningún derecho ni libertad, sino todo lo contrario: requieren que los individuos sigan creyendo que los ejercen sin cortapisas, que piensan que nadie interfiere en la escogencia de lo que consideren más adecuado a sus intereses y necesidades.

El truco está en otro lado; está, por así decirlo, por debajo y detrás del escenario público, en la amplia capacidad para, previamente, manipular las preferencias de muchos y, de manera selectiva y cuidadosa, haber expurgado de la “polis” a sus miembros más incómodos. De esta manera, los ciudadanos creen estar eligiendo lo que es mejor para ellos, pero esa determinación fue condicionada, de previo y de manera inadvertida, por la manipulación de la mano invisible del nuevo “poder desde arriba”.

Se trata de una jaula, indetectable a nuestros ojos, pero jaula al fin, una que podría encuadrar a ciudadanos deseosos de mantener sus libertades y derechos, pero, en la práctica, despojados de (una parte de) su agencia moral y política mediante el masajeo permanente de sus gustos, preferencias y pensamientos. La ciudadanía, eunuca, tendría la fachada del “demos”, pero habría sido convertida en súbdita de manera inadvertida para muchos individuos.

 

6. Debilidad de los contrapesos políticos a los efectos de las desigualdades económicas radicales

En las últimas décadas ha habido un acelerado ensanchamiento de la desigualdad en la distribución del ingreso y la riqueza entre las personas que conforman las comunidades políticas de ciudadanos, en las democracias maduras del mundo desarrollado, aunque no necesariamente en las de otras latitudes (Piketty, 2014; Stiglitz, 2012 y López Calva y Lustig, 2010). En una perspectiva más histórica y más amplia, Acemoglu y Robinson (2019) argumentan que fuertes aumentos de la desigualdad respaldados por el poder coercitivo de los Estados y sin el contrapeso de intervenciones redistributivas son hostiles a la causa de la libertad.

Acerca de la compleja (y contenciosa) relación entre desigualdad económica y democracia se ha escrito profusamente, y escapa a los alcances del presente artículo efectuar una revisión de esta literatura. Al respecto, solo quisiera efectuar dos observaciones: por una parte, las democracias (antiguas y modernas) siempre han existido dentro de sociedades más o menos desiguales; por otra, las democracias (antiguas y modernas) han desarrollado acciones redistributivas para impedir que amplios segmentos de la ciudadanía queden, debido a su miseria, a merced de los más poderosos (Cartledge, 2016 y Marshall, 1950).

Si la desigualdad económica convive con la democracia, el tema no es la desigualdad per se, sino la magnitud de las brechas entre la población y sus efectos sobre la igualdad política, cuando los mecanismos de redistribución social se quedan cortos para compensar esos efectos. Pienso que incrementos en la desigualdad, asociados a la acumulación extraordinaria de poder y riqueza por parte de un pequeño sector de la sociedad, traen como consecuencia previsible la erosión de la igualdad política en la comunidad de ciudadanos.

Lo anterior es lo que precisamente ha venido sucediendo en los países más avanzados del planeta. Por una parte, el poder económico en manos de una reducida élite les otorga una influencia desmedida sobre el gobierno y sus políticas públicas. Gilens y Page (2014) muestran que, a lo largo de varias décadas, los grupos de poder económico en Estados Unidos han logrado que las políticas públicas aprobadas por el Poder Legislativo de ese país converjan con sus preferencias, en el contexto de una creciente desigualdad social. A tal punto llega esta constatación, que estos autores llegan a denominar a ese país como una oligarquía.

Desde un punto de vista puramente político, las defensas endógenas de la democracia representativa ante tal concentración de poder son pocas y débiles. Las más comunes son las regulaciones públicas al financiamiento político de los partidos y a la actividad del cabildeo (lobby). No obstante, estas regulaciones no han impedido la influencia excesiva de los grupos económicos más poderosos en las decisiones sobre los asuntos de interés público (Kupferschmidt, 2009 y Casas, 2005).

La otra cara de la moneda de las débiles defensas de la democracia representativa ante el ensanchamiento de las desigualdades económicas ocurre en el otro polo, el de los más pobres. Uno de los hallazgos más sólidos de la literatura comparada sobre la participación ciudadana, tanto electoral como no electoral, es que los grupos y territorios más pobres participan en mucho menor medida en los asuntos de interés público. Por decirlo en términos de Albert Hirschman (1970), los más pobres “salen” del sistema, se desconectan de él o, como en el caso de los Estados Unidos, pueden ser “empujados” fuera, mediante la implantación de restricciones para el ejercicio del voto.

En síntesis, las desigualdades sociales radicales dan influencia desmedida sobre el Gobierno a los grupos más ricos de una sociedad, mientras que tienden a excluir a vastos segmentos de la población más empobrecida. Ambas tendencias son hostiles, per se, para el principio de igualdad política sobre el que se basa la idea democrática. Y esas tendencias están en juego, de manera general, en las democracias del mundo desarrollado. El punto, sin embargo, no es la desigualdad social como tal, sino la debilidad o falta de desarrollo, desde la teoría y la práctica de la democracia representativa, de contrapesos políticos a los efectos negativos del fuerte aumento de esa desigualdad que está ocurriendo en las principales democracias del mundo.

 

7. Cierre

En materia de las teorías comparadas de la democracia, las certezas se han desvanecido (Mounk, 2020). El optimismo acerca del triunfo mundial de la democracia liberal es apenas un recuerdo. Como se dijo al inicio, en ella ha habido una erosión del componente representativo y la mayor parte de la ciudadanía no se siente representada en la conducción de los asuntos públicos. En la actualidad cunden dudas no solo acerca de su futuro como sistema de gobierno, sino como idea normativamente superior a sus competidores.

No hay ninguna garantía de que la democracia representativa sobrevivirá. Ni la hay hoy, ni nunca la hubo. Sin embargo, ello no implica que sus días estén contados. En términos de teoría formal, la democracia puede ser resiliente a lo largo de un período histórico extenso a pesar de vivir en un equilibrio subóptimo (equilibrio de Nash), si ninguno de los actores políticos logra encontrar una alternativa que mejore su situación.

En lo fundamental, considero que, pese a los peligros que entrañan, las debilidades congénitas examinadas en este artículo no son amenazas letales para la existencia de la democracia. Pueden ser enfrentadas mediante adaptaciones de los principios sobre los que esta se asienta, de manera que ni la disrupción tecnológica conduzca al autoritarismo, ni la creciente desigualdad a la oligarquización de las democracias.

Pienso que ello requerirá de intensas movilizaciones ciudadanas para demandar nuevos pactos redistributivos en las sociedades y reducir las brechas de activos socialmente relevantes entre la comunidad política. También, a favor de más amplios y efectivos mecanismos de escrutinio ciudadano sobre los asuntos públicos; un aumento en la capacidad de las sociedades para vigilar a los Estados y gobiernos y nuevas regulaciones para limitar la importancia del dinero privado en la política y el cabildeo organizado a favor de corporaciones y grupos de interés de los más poderosos.

La historia, como siempre, nunca está escrita hasta que se escribe. Y aún en los libros, las batallas continúan. Lo cierto es que el futuro de la democracia no está aún jugado: se encuentra, en buena medida, en manos de los demócratas del mundo.

 

 

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