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SEGUNDO SEMESTRE 2023 NÚMERO 36

ISSN: 1659-2069

 

 

Propuestas antipolíticas ante la crisis de la democracia

 

Gustavo Román Jacobo*

 

https://doi.org/10.35242/RDE_2023_36_2


Nota del Consejo Editorial

Recepción: 11 de noviembre de 2022.

Revisión, corrección y aprobación: 3 de julio de 2023.

Resumen: El artículo explica por qué tanto la información sobre los asuntos públicos como el conocimiento para aprovecharla, con que cuenten los ciudadanos, son claves para el ejercicio de sus deberes y derechos políticos, y por qué la desinformación y la desigualdad son graves obstáculos para la efectividad de esa intervención ciudadana en la discusión y decisión de los asuntos comunes. Advierte que, frente a esa situación, han surgido cuatro propuestas de superación de la crisis de la democracia (la epistocrática, la tecnocrática, la sorteocrática y la de la ciberdemocracia populista) que son peligrosamente antipolíticas o antidemocráticas. Confronta esas propuestas haciendo una apuesta por la profundización de la democracia desde su principio ético fundamental: el reconocimiento universalista de la capacidad de agencia en cada ciudadano. Concluye señalando líneas de reforma y acción política para hacer más efectiva y real esa condición.

Palabras clave: Derecho a la información / Comunicación política / Noticias falsas / Debilitamiento de la democracia.

Abstract:  The article explains why information about public affairs as well as the knowledge to take advantage of it that citizens have are key to exercise their political duties and rights, and why disinformation and inequality are serious obstacles to the effectiveness of citizen participation in the discussion and decision of common issues. There is a warning concerning four proposals that have emerged to overcome the crisis of democracy (the epistocratic, the technocratic, sortition and that of populist cyberdemocracy) that are dangerously anti-political and/or anti-democratic. It confronts these proposals by making a commitment to the deepening of democracy from its fundamental ethical principle: the universalist recognition of the capacity for agency in each citizen. It concludes by pointing out lines of reform and political action to make this condition more effective and real.

Key Words: Right to information / Political communication / Fake news / Weakening democracy.

1.       Introducción

El invierno de la democracia de Guy Hermet en 2007, Vida y muerte de la democracia de John Keane en 2009, Los enemigos íntimos de la democracia de Tzvetan Todorov en 2012, Cómo mueren las democracias de Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, El pueblo contra la democracia de Yascha Mounk, Facha: cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida de Jason Stanley, los tres de 2018, y El ocaso de la democracia de Anne Applebaum en 2020 son solo una pequeña muestra del sombrío ambiente académico y editorial de los últimos años en torno al sistema político que, apenas en 1992, era proclamado por Fukuyama triunfador indisputable del final de la historia.

En ese contexto, aparte de rigurosos análisis de los desafíos que hoy enfrentan las democracias liberales del mundo, como los contenidos en las obras enlistadas, han aparecido pseudosoluciones antipolíticas (y algunas, además, antidemocráticas) que hoy se están planteando como salida a los innegables déficits de nuestros regímenes democráticos. Remedios que no me preocupan menos que la enfermedad y, por eso, en este texto, quiero evidenciar sus pies de barro, su raíz antipolítica y antidemocrática.

Para ello, primero, expondré el nudo en el que, a mi juicio, se encuentra la crisis actual de la democracia, que es el que vincula las tres D: democracia, desigualdad y desinformación. Luego, detallaré cuatro propuestas que prometen superar esa crisis y explicaré su carácter antipolítico o antidemocrático. Por último, concluiré con unas breves palabras sobre las que creo son las cuatro principales áreas de trabajo en las que los demócratas deberíamos enfocarnos para defender ese modelo de convivencia, la democracia, que, entendemos, es el que mejor se corresponde con nuestra convicción sobre la dignidad humana.

 

2.       Democracia, desigualdad y desinformación

Los días de la elección (nacional y municipal) son agotadores para quienes trabajamos en el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE). La noche de la votación y durante la madrugada siguiente, a algunos funcionarios electorales nos gusta, a pesar del cansancio de la jornada, irnos a las bodegas en el subsuelo de la sede central del TSE para ver el flujo incesante de camiones que, de todo el país, de Paso Canoas a Peñas Blancas, traen los sacos con los votos. La emoción no es, en realidad, por ver materializado el fruto de tanto trabajo. Más bien es por ver ahí, en ese cúmulo de documentos, el registro, celosamente blindado, de la voluntad electoral de cada persona que ejerció su derecho al sufragio.

No voy a entrar en el detalle de la enorme complejidad organizativa que demanda esa operación masiva y simultánea en todo el territorio nacional y en medio centenar de consulados en el mundo. Lo que quiero subrayar es que todo, todo está pensado para garantizar que, libres de medios de coerción gracias a la absoluta secretividad del voto, cada ciudadano pueda consignar su voluntad y esta, ya en la sede del TSE, se acredite y contabilice para crear una decisión política junto a todas las demás voluntades expresadas.

Así garantizamos el derecho al sufragio, que es la principal herramienta en las manos de los gobernados para controlar el comportamiento de los gobernantes. En democracia, “el pueblo ejerce el poder político en la medida en que es capaz de controlar y de sustituir a los que ostentan el poder”, decía Sartori (2003, p. 91). El voto es la principal herramienta que tienen los ciudadanos para controlar a los políticos, para incentivar, con el premio o el castigo en las urnas, que sus representantes, de verdad, representen sus intereses y visiones de mundo, porque, como dice Maravall (2003, p. 72): “si los políticos saben que pueden ser castigados en elecciones futuras, adaptarán sus decisiones a esta reacción” que anticipan de los votantes. Es la inteligencia detrás de la teoría de Amartya Sen de que las democracias están inmunizadas contra las hambrunas, pues sus gobiernos tienen incentivos para evitar ese tipo de grandes calamidades por su alto costo electoral.

Es aquí donde la información de los votantes resulta clave: porque sin información suficiente sobre el desempeño de los políticos y sobre los asuntos públicos, su voto será ciego; la repartición de premios y castigos en las urnas no dependerá del desempeño de los políticos ni de la conveniencia y seriedad de sus propuestas, y entonces los políticos ya no tendrán incentivos para tratar de satisfacer los intereses de sus electores. Aún más, las personas necesitan información, pero no solamente información. Para ejercer con músculo su ciudadanía, necesitan conocimiento. Como advierte el neurólogo Antonio Damasio, la razón no se puede separar de las emociones y los sentimientos ni de la experiencia. La capacidad de juicio no tiene solo que ver con la inteligencia y con el acceso a la información. Tiene una dimensión social que va desde la formación educativa hasta los espacios para la conversación y el tiempo para la introspección.

Entonces son dos cosas: información y conocimiento para saber aprovecharla. No hay régimen político en el que sean más relevantes, porque la democracia es el gobierno de la opinión. Las personas no tienen que justificar su voto: votan por quien quieren y por las razones que quieran. Votan según su opinión, opinión que se forma sobre la base de la información disponible y el conocimiento con que cuenten para procesarla.

Pues bien, contra ambos nutrientes tan básicos de la ciudadanía, información y conocimiento, se levantan dos obstáculos: el fenómeno de la desinformación y la creciente desigualdad. Yo creo que en las democracias liberales nos hemos preocupado por garantizar la libertad de opinión, pero como dijo Hannah Arendt (2017, p. 35): “la libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información factual”. Las estrategias de desinformación tornan casi indistinguibles los hechos en medio de un torrente de falsedades. E igualmente, en las democracias liberales nos hemos preocupado, también, por proteger el derecho al sufragio, pero como dijo ya en el siglo XIX Stuart Mill, sin salarios dignos y alfabetización universal, ningún gobierno de opinión pública es posible. La desigualdad económica, cuando adquiere niveles como la de Costa Rica, compromete la igualdad política que presupone la democracia, porque los recursos políticos para que uno influya en la decisión de los asuntos comunes, como el dinero, el conocimiento, o cosas tan elementales como el tiempo o la energía física que se requieren para involucrarse y participar, están tan desigualmente distribuidos -entre quienes deberían ser políticamente iguales-, que mientras a unos los margina del todo del debate público (porque la vida se les va consiguiendo el sustento diario), a otros les da enormes facilidades para lograr que las decisiones públicas sean las que ellos prefieren y les benefician.

Por eso, aunque garantizar la libertad de expresión y que cada voto valga lo mismo son inapreciables conquistas políticas, eso es claramente insuficiente en esta la era de la posverdad o en la que Byung Chul Han (2012) llama “la sociedad del cansancio”. Es insuficiente porque hay dos enormes brechas. Primero, la existente entre esa formidable capacidad tecnológica de la que hoy disponemos para dar difusión a nuestros pensamientos, y la pobre educación y poca conciencia con que contamos para utilizar esas tecnologías inteligente y responsablemente. Y segundo, la brecha entre la creciente complejidad de los asuntos públicos y lo escasos que son nuestros recursos de tiempo y de formación para informarnos sobre ellos y comprenderlos.

¿Qué hacer, entonces? No está claro. Algunos países están optando por legislar para combatir la desinformación. Habrá que esperar para ver los resultados. Yo soy de pronóstico reservado. Algunas propuestas son francamente ingenuas. Garrigues y González (2020), por ejemplo, acaban de publicar el libro El derecho a no ser engañado, en el que propugnan adaptar al ámbito político las regulaciones del derecho privado de la publicidad engañosa y la competencia desleal, aparte de otras medidas, como que exista la posibilidad de que el elector pueda usar su derecho al sufragio para restarle un voto al político que interprete que le ha mentido, en lugar de verse forzado, como hoy, a castigarlo votando por otra candidatura. Y así han proliferado varias ocurrencias, como los exámenes psicológicos a los aspirantes y los planes de gobierno vinculantes.

No se me malinterprete. Hay que legislar, porque el marco normativo ha sido desbordado por completo por la digitalización de los flujos de información y comunicación. En un artículo de reciente publicación, Becerra y Waisbord (2021) muestran hasta qué punto el fenómeno de la desinformación ha evidenciado los déficits del ecosistema digital informativo emergente; lo pueril de la noción maximalista, libertaria, de la libertad de expresión y del mercado libre de ideas como dinámica propicia para el florecimiento de la verdad, y lo falso del rol de las empresas de redes sociales como meras plataformas sin responsabilidad editorial sobre los contenidos que indexan y publican. Lo cierto es que, mediante algoritmos o revisores humanos, llevan años ejerciendo filtros editoriales y censura previa. Y lo hacen opaca, unilateral y arbitrariamente, con un enorme poder sobre la conversación pública global.

El problema es que más allá de ese acertado diagnóstico de caducidad de los marcos normativos, y aparte de algunos pocos consensos (como el de la obligación de garantizar que estas empresas respeten normas de protección de datos), no hay claridad sobre cómo hacer compatible la libertad de expresión en redes sociales con la protección de otros derechos humanos y con el resguardo de la integridad de los procesos electorales.

Entonces, por un lado, falta claridad sobre cómo afrontar el fenómeno de la desinformación (que, paradójicamente, mientras nos satura de comunicaciones, hace más difícil la tarea de informarse) y, por el otro, crece la desigualdad, comprometiendo las posibilidades reales de que la mayoría de los ciudadanos, reventados por sus ocupaciones cotidianas, dediquen el tiempo y energía necesarios para siquiera comprender los asuntos públicos. Y aquí, ante este panorama desolador, surge un peligro tan grave como el de la desinformación y la desigualdad. El peligro al que me refiero es la tentación de renunciar a la universalidad del sufragio, que es renunciar a la democracia, y renunciar a la política, que es renunciar a nuestra libertad.

En efecto, la amenaza que la desigualdad y la desinformación le plantean a la convivencia democrática no radica solo en lo que en sí mismas pueden provocar, sino en la reacción que pueden “justificar” en quienes toman conciencia de ellas; esto es, en quienes, al tomar nota de los obstáculos que la desinformación y la desigualdad le plantean a la democracia, optan, para remontarlos, por alternativas antidemocráticas o antipolíticas.

“El TSE recomienda que si usted piensa votar por Fabricio Alvarado puede hacerlo por medio de la oración sin salir de su hogar”; eso decía un meme difundido antes de la segunda ronda de 2018. Otro sugería esconderle la cédula a la abuelita devota para que no cometiera el “error” de votar por esa candidatura. ¿Humor solamente? No. No si se considera que ocurría en el mismo momento en el que analistas políticos explicaban el voto por esa candidatura a partir de la marginalidad social y la falta de escolaridad de un sector de la población, mientras no pocos activistas y líderes de opinión exigían al TSE adoptar medidas i-liberales de restricción de la libertad de expresión para impedir que los líderes religiosos condujeran a sus feligreses, como si de borregos se tratara, a votar “equivocadamente”. La idea de fondo, que es la del tutelaje de siempre, es que hay personas a las que, por sus limitaciones cognitivas, hay que protegerlas de sus propias decisiones, impidiéndoles oír algunas cosas que pudieran confundirlas o quitándoles de las manos, como si fueran niños, esa peligrosa navaja con que podrían lastimarse, que es una papeleta electoral.

Es así como la realidad de la desigualdad y el fenómeno de la desinformación le está dando un nuevo impulso a los discursos de tutelaje. Ya sea Hillary Clinton refiriéndose a los votantes de Trump como una “cesta de deplorables”, profesores universitarios en Costa Rica empleando el término (de clara connotación clasista) “ramasheko”, o Yuval Noah Harari (2019) diciendo que es un sinsentido seguir confiando en el libre albedrío de esos “cerebros hackeados” que votan…, en todos estos casos se desliza el malestar y la preocupación, a medio camino entre la repugnancia y la condescendencia, por el hecho de que esos supuestos “infra-ciudadanos” voten. Y ya hay propuestas, filosófica y teóricamente desarrolladas para “solucionarlo”.

 

3.       propuestas de superación de la crisis de la democracia

3.1. La propuesta epistocrática

En 2016 el filósofo estadounidense Jason Brennan publicó el libro Contra la democracia[1]. Argumenta que, como la mayoría de los electores son nacionalistas, irracionales, ignorantes y desinformados, y tampoco les interesa realmente la política, y cuando se involucran, más bien, se vuelven “hooligans”, lo mejor, lo más seguro para protegernos de su incompetencia política es pasar de una democracia a un sistema en el que el sufragio universal sea sustituido por un voto restringido o calificado según el nivel de conocimientos del votante. Es decir, argumenta directamente contra la universalidad del sufragio (del derecho a elegir y ser electo) y llama a sustituir la democracia por una epistocracia. Para él la política es un trabajo sucio, en el sentido de que es desagradable y de que vuelve desagradables (embrutece y corrompe) a quienes se le aproximan, razón por la cual lo mejor sería mantener alejada de ella a la mayor cantidad de ciudadanos, para que se hagan cargo de ella la menor cantidad posible de miembros de la sociedad, especialmente cualificados para la labor. Considera que entregar poder político a todas las personas sin importar sus cualidades morales, intelectuales, ni su interés en los asuntos públicos es moralmente objetable por el daño potencial que eso puede significar para toda la sociedad, incluida gente inocente y objetivamente competente para haber tomado mejores decisiones públicas. De fondo hay una postura filosófica: no cree que la democracia sea buena en sí misma por la forma como toma las decisiones (con la participación potencial de “todos”), sino que solo tiene un valor instrumental, que debe juzgarse según la justicia y conveniencia de las decisiones que permite construir. Para él la desigualdad política no es inherentemente injusta. Lo fue en el pasado, por basarse en criterios arbitrarios. Pero no lo sería una desigualdad política que se asiente en el “principio de anti-autoridad”: para proteger a los demás de la incompetencia moral o cognitiva de otros, se justifica impedir que esos otros ejerzan derechos políticos.

Desde luego Brennan no puntualiza (porque su propuesta naufragaría) cuáles son los conocimientos (y bajo qué parámetros serían medidos) necesarios para tener incidencia en la vida pública. No dice quién los definiría y si tal cuestión estaría sujeta a debate político, y entre quiénes. Lo mismo cabría decir respecto de los estándares morales y de virtud cívica que condicionarían la participación. Tampoco parece ser muy consciente de lo poco potable políticamente que es la exclusión de la toma de decisiones sobre los asuntos públicos de un sector de la población y del valor que añade a la legitimidad de las normas, para que las personas se les sometan, la creencia de que son válidas porque de alguna manera tuvieron incidencia en su elaboración o pueden modificarlas. Ignora, por último, un dato apreciable una y otra vez en la historia: velamos mejor por nuestros intereses que por los de los otros y, puestos a decidir por el conjunto, tendemos a decidir en función de esa inclinación, lo que hace previsible que las mayorías menos educadas, excluidas políticamente de la epistocracia, sufrirán las consecuencias negativas de su ausencia en los foros de decisión. La de Brennan es una propuesta abiertamente antidemocrática y, aunque conceda espacio a la política (a una de acceso muy restringido), su concepción de esta como una práctica esencialmente innoble es también un rasgo antipolítico.

 

3.2. La propuesta tecnocrática

Un buen ejemplo de esta propuesta es el que plantea el politólogo y economista español Josep Colomer. Es más sutil que la anterior. Propone que sí, que todos sigan votando y pudiendo ser electos, pero que su voto y el ejercicio del poder político de los elegidos sea cada vez menos relevante. En 2015 publicó El gobierno mundial de los expertos. Y me corrijo: a diferencia de Brennan, no propone, sino que celebra una transformación ya en marcha: el progresivo vaciamiento de asuntos librados a la negociación política y decisión del demos, porque han sido transferidos a instancias tecnocráticas internacionales no sujetas a presiones electorales. Lo llama el “gobierno de los expertos” y advierte que “ya existe”, tanto en los estados nacionales como en las organizaciones internacionales “a pesar de, o en paralelo a sus legitimidades democráticas” (p. 183).

Señala: “los gobiernos con mejor desempeño son aquellos que, gracias a acuerdos multipartidistas generales y una política de consenso” (p. 136) se alternan en el poder sin que ello implique cambios significativos en la orientación política del Estado, pues las políticas públicas en lugar de estar sujetas a las preferencias electorales o al debate interpartidario, dependen de criterios técnicos de expertos no partidistas a cargo de su diseño. Como consecuencia, “muchos parlamentos ya no legislan …, ratifican los decretos gubernamentales que reflejan las directivas internacionales” (p. 151). El éxito de esas ideas obedece a que emplean “mucho método científico”: “este modo de diseñar políticas públicas contrasta con los patrones típicos de la confrontación entre partidos … y las alternancias en el gobierno …. En lugar de intentar persuadir al público para que vote por una alternativa política, el método científico requiere la posibilidad de experimentación abierta” (pp. 204-205).

Lo anterior lo lleva, incluso, a plantearse una cuestión que toca un elemento básico de las democracias representativas: “si la formación de políticas tiende a ser cada vez más previsible y … han quedado ampliamente descartados grandes cambios en las principales cuestiones económicas y sociales, cabe preguntarse por qué debería seguir siendo deseable una alta competencia entre partidos” (p. 141). En ese mismo sentido, pone como ejemplo exitoso los gobiernos italianos posteriores a Berlusconi (sobre todo el del “no político” Monti), comparados con la “partidocracia”. Monti, dice Colomer, “formó un gobierno de expertos sin un solo miembro de ningún partido político” (p. 146); “durante dieciocho meses, el gobierno italiano no hizo cumplir ninguna promesa electoral partidista, sino las políticas, presupuestaria, tributaria, de pensiones y otras aprobadas en la cumbre de la Unión Europea de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional” (pp. 147-148).

La propuesta es antidemocrática y antipolítica. El politólogo irlandés Peter Mair, en su libro de 2013 Gobernando el vacío: La banalización de la democracia occidental, califica “la cesión de competencias cada vez mayores a instituciones “deliberadamente despolitizadas” como una banalización de la democracia” (p. 13). Pero es Guy Hermet, sociólogo, politólogo e historiador francés, en su obra de 2007 El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo, el que desarrolla más la crítica democrática a lo que Colomer celebra. Argumenta que la hegemonía del neoliberalismo conllevó una alteración radical de la noción de política, reduciendo la política a la nueva economía política (la de la public choice), que preconiza la subordinación del Estado a los mecanismos del mercado, adoptando como modelo la gestión de las empresas privadas. El nuevo régimen, que ha sustituido la democracia, dice Hermet, es “la gobernanza”.

La palabra “gobernanza” ha ido adquiriendo distintos significados en diferentes momentos y lugares de aplicación (desde un municipio británico hasta un país del tercer mundo), pero siempre con la constante de reemplazar la acción política por la gestión empresarial en la administración de los asuntos públicos. A mediados de los noventa se empezó a hablar de “gobernanza global”. Los Estados eran reducidos a un actor más a la par de los organismos internacionales (Organización Mundial del Comercio, Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, UNESCO, Organización Mundial de la Salud) y los pueblos soberanos sustituidos por las “organizaciones de la sociedad civil”. Particularmente, “el aparato burocrático europeo se caracterizaba por su lenguaje … inspirado en una psicología publicitaria destinada a aniquilar la dimensión propiamente política de los asuntos públicos en beneficio de una dimensión tecnoliberal emparentada precisamente con la de la gobernanza” (p. 192). Se hizo un ajuste del vocabulario a utilizar en la Unión Europea, “uno de cuyos objetivos parecía haber sido sustituir el principio de soberanía del pueblo por el del reconocimiento de la sociedad civil como base legítima fundamental de un nuevo tipo de autoridad que dará lugar a la gobernanza” (p. 192). Y así, “numerosos términos asociados a la democracia como gobierno, compromiso, pueblo soberano, representación, negociación colectiva, o igualdad, se han reemplazado en esta línea …: socios, subsidiariedad, transparencia, flexibilidad, criterios de convergencia, eliminación de obstáculos … animar las sinergias, promover la excelencia, público objetivo” (p. 193).

El “objetivo primordial” de la nueva jerga de la gobernanza, dice Hermet:

es romper la clásica jerarquía de la gestión de los asuntos públicos. Según dicha jerarquía, el Estado ocupaba la posición dominante en un eje vertical donde la sociedad y el mercado eran subordinados. La gobernanza … vuelca el eje y lo coloca en posición horizontal con la lógica de una concertación de igualdad entre agentes públicos de todos los tipos y actores privados igualmente diversos. (2008, p. 194).

“En el fondo contiene una propuesta ideológica que abre una alternativa a la democracia representativa” (p. 195). La gobernanza es un “modo de dirección” de los asuntos públicos en el que “el Estado pierde su poder simbólico”. En el mejor de los casos, los asuntos “públicos” ya solo serían asuntos colectivos, mientras que “deja de ser necesario el papel simbólico de un poder político que prevalece sobre los otros poderes” (p. 196).

Lo que se configura es “un método de optimización del tratamiento de las necesidades colectivas en sustitución del método asociado al régimen representativo de la democracia, tal como se ha desarrollado durante siglo y medio” (p. 196). La gobernanza, entonces, significa reducción del papel del Estado a mero regulador de los operadores privados del mercado: “la ambición de los defensores más radicales de la gobernanza es sustraer [quitarles] a la política y a los políticos, vistos como ignorantes, demagogos e irresponsables, las decisiones serias, las que dependen supuestamente en primer lugar de la economía” (p. 197), e imponer una “dirección de los asuntos colectivos que ya no apela al interés general” porque “ya solo hay intereses particulares, individuales, colectivos o comunitarios” (p. 198).

Hermet advierte que, aunque la idea de gobernanza, dado su “carácter opaco y elitista obedece a un principio antipolítico que ordena no invitar al pueblo, que es ignorante y voluble, a manifestar su punto de vista” (p. 204), tiene un claro énfasis discursivo en la participación y el involucramiento de la “sociedad” en la gestión de los asuntos comunes. Eso sí, los apóstoles de la gobernanza “se abstienen de explicar hasta qué punto la participación que teóricamente le proporciona el carácter democrático a ésta no es de ningún modo la del pueblo o el electorado” (p. 204). Es “la de la 'sociedad civil' tal como ellos la conciben:… una entidad cerrada, formada por ciertas ONG y por entidades e intereses de todas las naturalezas seleccionados mediante procedimientos ocultos y de los cuales el 'pueblo' no conoce más que una pequeña cantidad de dirigentes … permanentes” (p. 205).

Como ven, ya sea de forma explícita o disimulada, la propuesta epistocrática y la tecnocrática buscan apartar a la gente de la gestión de los asuntos públicos. Pretensión que no tiene nada de nueva. Entre finales del siglo XIX y principios del XX los sectores oligárquicos se opusieron al sufragio de las clases trabajadoras, convencidos de que ese derecho debería estar condicionado a un nivel de renta. Pero ahora, frente al fenómeno del extremismo de derecha y del fundamentalismo religioso, ha tomado auge un desprecio progresista hacia los sectores populares: “no hay nada más tonto que un obrero de derechas”, dijo Juan Carlos Monedero, fundador de Podemos en España, tras la arrolladora victoria de la derecha en las elecciones autonómicas de Madrid en 2021. Y se justificaba: “los que ganan 900 euros y votan a la derecha no me parecen Einstein” (Rallo, 2021). Insisto, no es nuevo, la socialista y feminista Victoria Kent luchó para que la república no aprobara el sufragio femenino en 1931, bajo el argumento de que las mujeres españolas votarían por quien el cura les dijera. Nada muy distinto de lo que aquí, en la primera mitad del siglo XX, manifestaban líderes del Partido Comunista, incluida María Isabel Carvajal, o de la desazón, no siempre explicitada en público, por parte de feministas costarricenses que, tras años de luchar por la paridad en los puestos de representación política, han visto cómo en 2018 esos espacios eran llenados en buena medida por mujeres no feministas. Se trata de una tradición que arranca con Platón y, en su versión de izquierdas, cristaliza en Lenin, con aquello de que no era realista pensar que los obreros recién emancipados serían capaces de entender sus propias necesidades. Se requeriría una vanguardia que los condujera hacia su liberación, quisieran o no. Esa tradición se llama tutelaje y, aunque no conozco democracia que carezca por completo de formas de tutelaje, como principio está reñida con la democracia.

Lo paradójico es que estos impulsos por restringir la democracia se disfrazan de preocupación por su vulneración. En los casos referidos en el párrafo anterior, desde la izquierda, pero dos tantos de lo mismo ocurre en la derecha. Por ejemplo, en Estados Unidos las denuncias de fraude electoral han sido utilizadas para restringir la democracia, para dificultar el voto de las personas negras. Pues lo mismo empieza a ocurrir con la preocupación por la manipulación de la voluntad de los electores favorecida por la desigualdad y la desinformación: paradójicamente se convierten en apelaciones contra la universalidad del sufragio. Sí, el voto informado y razonado, sereno y autodeterminado, es una valiosa aspiración cívica (en favor de la cual la legislación establece regulaciones y el TSE trabaja), pero deviene en perverso argumento antidemocrático cuando, sobre esa base, se descalifica la decisión electoral de los individuos, que son naturalmente influenciables, expuestos al bombardeo de mensajes -no siempre veraces- propios de una campaña política, y que deciden su voto también emotivamente, bajo el peso de sus afectos y prejuicios, y con los sesgos cognitivos que nos son propios a los seres humanos. A todos.

 

3.3. La propuesta sorteocrática

A las anteriores dos propuestas, la epistocrática y la tecnocrática se suman otras dos, que también procuran enfrentar la crisis de la democracia, y que, si bien no son abiertamente antidemocráticas como las anteriores, sí son, al igual que estas, profundamente antipolíticas.

En 2016 el historiador y arqueólogo belga David Van Reybrouck publicó su libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia. Tras constatar la creciente insatisfacción con la democracia, repasa tres diagnósticos sobre qué la provoca: el problema son los políticos (lo llama el diagnóstico populista), el problema es la democracia (el diagnóstico tecnocrático), y el problema es la democracia representativa (diagnóstico de quienes apelan por la democracia directa). Su diagnóstico, el de Van Reybrouck, es que el problema es la democracia representativa, pero no esta per se, sino la democracia representativa electoral, esto es, aquella en la que la representación se construye mediante elecciones.

El autor recuerda que las elecciones no son consustanciales a la democracia, que surgieron en un contexto muy particular y distinto al nuestro, y que la implosión de la esfera pública, primero colonizada por los medios de comunicación comerciales y luego por las redes sociales digitales, ha vaciado las elecciones de su sentido original y las ha convertido en factor de polarización, bloqueo del debate político y obstáculo para la construcción de consensos y de gobernabilidad, enfangando la vida pública en una cacofónica campaña electoral permanente, en la que el cortoplacismo del cálculo electoral impide la adopción de las mejores decisiones para la sociedad. Para él las elecciones son una forma “primitiva” de materializar la democracia.

¿Qué propone? Que la representación política electa en las urnas se complemente con una integrada al azar por una muestra de ciudadanos a los que temporalmente se les retire de la vida civil para que, de manera retribuida, puedan someterse a un proceso formativo respecto de determinados asuntos públicos, a fin de que, posteriormente, puedan deliberar respecto de ellos y formular soluciones que, finalmente, serán objeto de decisión ya sea referendaria o parlamentaria. El argumento de Reybrouck es que estos representantes, aunque menos versados en los asuntos públicos que los políticos profesionales, serán más libres para adoptar decisiones serenas y racionales por no estar condicionados por las urnas, a diferencia de los políticos que cargan con ese peso nunca mejor expresado que por el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, cuando dijo: "Sabemos lo que hay que hacer, lo que no sabemos es cómo ser reelegidos después de hacerlo" (Vallespín, 2020, p. 330).

Diré tres cosas sobre la propuesta de Reybrouck. Primero, que es antipolítica; segundo, que, aunque no sea antidemocrática, deja ver una profunda desconfianza hacia lo popular; y, tercero, que, sobre todo, es naif. Es antipolítica porque, aunque no prescinde de los políticos profesionales, su subsistencia en una de dos cámaras la ve como una fase transicional hacia su desaparición definitiva. Le exaspera la ineficiencia de las “batallas políticas” y de las “componendas legislativas”. También los partidos le desagradan, todo lo cual es coherente con su antipolítico rechazo al faccionalismo divisivo y su concepción rousseauniana del bien común. Él cree que hay (preexistiendo en algún mundo de lo políticamente acertado) unas decisiones buenas, que no se adoptan por la presión tóxica, competitiva, que las elecciones le introducen al sistema. Al fin de cuentas, su “novedosa” propuesta entraña la más vieja de nuestras contradictorias demandas al sistema político democrático: queremos que produzca una representación lo más fidedigna de la sociedad (con todo y su pluralidad) y que, a la vez, produzca una robusta voluntad popular unitaria que transforme la sociedad.

El recelo antipopular, difícilmente apreciable en una propuesta que les da a todos los ciudadanos igual oportunidad de acabar (mediante el azar) siendo legisladores, lo deduzco en que el cambiar las elecciones por el sorteo no excluye, pero sí aparta del proceso legislativo la acción colectiva, a la que neutraliza. Incorpora a la ciudadanía a la vez que domestica la potencialidad disruptiva de la protesta. Que no sea la gente, sino la suerte la que decida quiénes legislarán y que no sea la opinión pública, sino la asesoría técnica la que condicione las decisiones de política pública es la forma más sutil de romperle los ligamentos asociativos y expresivos al músculo de la movilización popular. Quizá con la propuesta de Reybrouck pierdan peso en la definición de las políticas públicas los financistas de campaña y los lobbies, pero también los movimientos sociales y la lucha social.

Lo tercero, lo naif de la propuesta, tiene que ver con que ignora la ubicuidad de lo político. Antes de que esas asambleas se conformen siquiera, la política ya habrá entrado a su salón de sesiones. Piensen, por ejemplo, en los criterios de muestreo por cuotas para conformar esas asambleas (¿por género –y cuántos géneros-, por ingreso, por territorio, por ocupación, etc.?): definir esos criterios es político; los temas a considerar también: definir cuáles son una decisión política. Y no lo es menos el perfil de los expertos que escucharán, la perspectiva desde la que se plantearán los desafíos, o la decisión de si lo que resuelvan será vinculante o sujeto a refrendo y a qué tipo de refrendo. Es decir, las reglas operativas de esas asambleas son también políticas. Su definición inicial y sus eventuales modificaciones.

Reybrouck tampoco entra en el peliagudo asunto de cómo se distribuirían las competencias entre ambos tipos de cámaras. Quiénes y bajo qué criterios las deslindarán. En el fondo, el problema es que él cree que lo agonista de lo político es producido por, o exclusivo de, los políticos profesionales y sus campañas electorales. Ignora que esa polémica hostil no es más que la forma explícita y reglada de un fenómeno más general en las sociedades humanas: la competencia por el poder simbólico (esto es, capacidad de influencia) que no es menor entre académicos, científicos, periodistas o vecinos de un condominio. Por eso está convencido de la racionalidad y generosidad de los ciudadanos legislando (dice que así se conducirá “a la democracia a un remanso de calma”), obviando que, de todas formas, ya no militamos en partidos políticos, sino en tribus radicalizadoras de identidades en redes sociales digitales. ¡Me pregunto si de ellas también aislará a sus virginales legisladores de la sociedad civil!

 

3.4. La propuesta del populismo ciberdemocrático

Para la última de las propuestas, la única sin rasgos antidemocráticos, pero sí antipolíticos, no citaré un libro, pero referiré las experiencias en que se ha plasmado. Empezando la segunda década de este siglo, tras las protestas de los indignados en España y los movimientos análogos en otros países (que en la proclama “no nos representan” expresaban su sentido más radical), aparecieron los wikipartidos o partidos de la red, entre otros países, en Alemania, México, España y Argentina. Partidos sin programa, cuya oferta política única se reduce a un método: sus diputados votarán en el parlamento aquello que surja de las deliberaciones permanentes de los ciudadanos en Internet. Lo que significa cambiar el mandato representativo por el imperativo. Con ello pretenden eliminar la distancia representantes/representados, conjurar los riesgos de que los elegidos traicionen a sus electores y garantizar que, por fin, los políticos hagan lo que el pueblo quiere. Rematan el argumento con el lugar común del fetichismo tecnocientífico: todo se ha modernizado, excepto la viejuna democracia que sigue recurriendo a los métodos periclitados de partidos, urnas y parlamentarios encerrados en hemiciclos. La suya, dicen, es la puesta al día del ideal democrático con los tiempos que corren.

Lo primero que habría que decir es que esa idea de que nuestra democracia ya no responde a los tiempos actuales porque es del siglo XIX y estamos en el XXI, es de esos pseudoargumentos que en apariencia son muy razonables y convincentes, pero que apenas se escarba un poco en ellos se empiezan a tambalear. Por ejemplo, el tránsito del sistema inquisitorial al acusatorio en el proceso penal inició en el siglo XVIII y a nadie se le ocurriría decir que debe modificarse porque estamos en el XXI. Se puede robustecer para que responda mejor a las nuevas realidades y aproveche nuevos recursos, como los tecnológicos, pero su lógica básica no tiene necesariamente que cambiarse por su antigüedad.

Además, la propuesta, más allá de su ropaje tecnológico, tiene muy poco de nueva. Es una mezcla de la creencia de Stuart Mill, de que mediante la exposición plural de todas las tesis es más probable que hallemos la verdad y la justicia, y el rechazo de Rousseau a la representación política. Populismo 2.0, para abreviar. Digo 2.0 porque ambas aspiraciones modernas reviven en la fascinación tecnológica y a ese respecto sí conviene referir el pensamiento de Marshall McLuhan. En una célebre entrevista que le hiciera Eric Norden para la edición de marzo de 1969 de la revista Playboy, McLuhan profetiza que en la “aldea global” la democracia representativa “no sobrevivirá”. Las urnas “son fruto de la cultura occidental alfabetizada … y por tanto están desfasadas”. En la “galaxia Marconi” hacia la que, dice él, vamos, la voluntad general “se expresa en consenso mediante la interacción simultánea de todos los miembros de una comunidad que está profundamente interrelacionada e involucrada”. Por eso, “el hecho de votar en privado dentro de una cabina de votación cubierta resulta ser un anacronismo absurdo”. Argumenta que “los ordenadores de las cadenas de televisión, que son capaces de predecir un ganador antes de que las mesas cierren, ya han hecho del proceso electoral tradicional algo obsoleto”. Insiste en que el software y las comunicaciones electrónicas instantáneas hacen que la política esté “mutando de los viejos patrones de representación política vía delegación electoral hacia una nueva forma de participación comunitaria espontánea e instantánea”. En suma, elecciones y representación han perdido su razón de ser porque “los medios eléctricos habilitan formas totalmente nuevas para registrar la voluntad popular. El viejo concepto del plebiscito quizá vuelva a ser relevante; la televisión podría organizar plebiscitos diarios brindando información a doscientos millones de personas y proporcionando un feedback informatizado de la voluntad popular” (Scolari, 2015, pp. 83-84).

Como puede verse, lo de los partidos de Internet es muchas cosas, pero no algo nuevo. Es la vieja promesa de la expresión directa de la voluntad popular, de la desintermediación. Pero esta, la desintermediación, que quede claro de una vez por todas, es imposible. Conviene siempre fijarse en la intermediación de los autoproclamados desintermediadores: En este caso, los líderes, por ejemplo, del Partido de la Red de Buenos Aires, explicaron que ellos serán quienes lean y procesen los comentarios en el debate del foro y los que los traduzcan (y nunca hay que olvidar que traducir es traicionar) a opciones para ser votadas por los cibernautas. Y lo que vote la mayoría será lo que deba votar el diputado en el congreso. Queda uno con la duda de a qué se parece más todo esto, si a lo que se supone que hacían los partidos, agregar intereses e integrarlos en una plataforma común de acción, o a la sondeocracia de finales del siglo XX, solo que digitalizada.

De fondo, hay una noción muy simplista de la representación política. Los representantes no son solo trasladadores de intereses. Deben ser capaces de orientar la opinión pública y de encontrar soluciones negociadas con los representantes afines a otros intereses y visiones de mundo, y en ese proceso podría ser necesaria y políticamente virtuosa la traición de las pretensiones de las bases, algo que no entra dentro de esa lógica de mandato imperativo. Quienes celebran como “democracia real” este tipo de plataformas presuponen erróneamente que siempre será deseable que los gobernantes obedezcan la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. La abolición de la pena de muerte a finales del siglo XIX, el voto de las mujeres, destinar un 25 % del territorio a parques nacionales, o plantear la consulta sobre el matrimonio igualitario a la Corte Interamericana de Derechos Humanos son solo algunos ejemplos de progresos sociales en Costa Rica que muy probablemente no se habrían logrado si los gobernantes que los impulsaron hubieran debido actuar como agentes mecánicos de la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. De hecho, la virtud de la democracia liberal reside en que, como sistema político, no es simplemente un brazo ejecutor de lo que las personas quieren o votan. Si los gobiernos y el Estado tienden a tomar decisiones, por lo general, razonablemente competentes, es debido a una serie de mediaciones que impiden que las mayorías incompetentes consigan lo que quisieran. Daniel Innerarity por ejemplo, en su obra de 2015 La política en tiempos de indignación, no obstante criticar la antipolítica tecnocrática, reconoce que es para responder al “miedo demoscópico” que se han ideado procedimientos para trasladar ciertas decisiones impopulares a ámbitos no sujetos al control popular o “fuera del alcance de la elección y supervisión democrática”; una especie de “corrección epistémica de la democracia procedimental para introducir de algún modo el saber experto en nuestras decisiones” (p. 235).

El lugar común, equivocado, del que parten estas iniciativas, es que la representación es solo un mal necesario debido al tamaño de las sociedades por representar, pero que lo ideal, de poderse, es que todos participáramos directamente. Para Andrea Greppi, autor de Teatrocracia. Apología de la representación, de 2016, eso no es cierto. La representación, más que un mal necesario, es la condición necesaria para que en las democracias las diferencias se procesen mediante el diálogo político de unos actores que, a la vez que escenifican ideales sociales que la mayoría, aunque suscribamos, no practicamos, se hacen cargo del “trabajo sucio” que plantea la política (negociar y transar, para llegar a acuerdos); trabajo cuya necesidad la mayoría de los ciudadanos preferimos fingir que ignoramos.

Son muchas, en realidad, las presuposiciones sobre las que se construye esta suerte de ideal ciberdemocrático: no hay ninguna evidencia de que un aumento cuantitativo en la participación implique una mejora en la calidad de la representación. Tampoco es claro por qué la influencia de los poderes fácticos ocultos vaya a disminuir por un aumento en la participación ciudadana; sobre todo si se considera el carácter líquido, psicopolítico, que han adquirido las formas de influencia de esos poderes. Menos sólida, aún, es la hipótesis de que estos diputados sujetos a lo que concluyan foros de debate en Internet propicien la igualdad política. Por el contrario, la representación política puede favorecer la igualdad en la medida en que el representante, electo por sectores populares o por los oligárquicos, puede profesionalizarse y dedicarse por entero a su trabajo político; en cambio, los mecanismos de consulta y decisión por las bases, previsiblemente sobrerrepresentarán los intereses de los sectores de mayores ingresos y mayor educación, que son quienes tendrán más tiempo y recursos informativos para participar en los foros e incidir en los mandatos a los representantes.

 

4.       A manera de conclusión: líneas de reforma y acción política

¿Qué hacer? Espero haber mostrado en la exposición anterior que son dos, y no uno, los peligros que hoy amenazan a los ciudadanos en democracia: el aplebeyamiento, tradicionalmente promovido por las industrias culturales del mainstream (potenciado por la desinformación y la desigualdad) y las propuestas antipolíticas y antidemocráticas que han surgido precisamente a partir de la toma de conciencia de esos déficits de la democracia.

Ante esto último, las propuestas de superar los problemas de la democracia recortándola, excluyendo o quitándole poder a la gente, no encuentro mejores palabras que las del gran Guillermo O'Donnell (2003):

El factor fundante de la democracia es la concepción del ser humano como un agente, [es decir como] alguien que está normalmente dotado de razón práctica y de autonomía suficiente para decidir qué tipo de vida quiere vivir, que tiene capacidad cognitiva para detectar razonablemente las opciones que se encuentran a su disposición y que se siente –y es interpretado por los demás como- responsable por los cursos de acción que elige.… La democracia es una apuesta institucionalizada: cada ego debe aceptar que todo alter participe votando y, eventualmente, siendo electo. Una apuesta que cada ego debe aceptar incluso si cree que permitir a ciertos individuos votar o ser electos es inadecuado. (pp. 29-30).

Es decir, el agente tiene derecho a participar, no solamente votando, encontrándose con sus semejantes en pie de igualdad para construir juntos, mediante la palabra y el entendimiento, el mundo común. El agente tiene derecho a la democracia y a la política, y ninguna propuesta que le prive de estas se corresponde con su dignidad humana. Es sobre esta base de ética pública que creo debemos operar.

Cierro, entonces, como adelanté, mencionando (y solo mencionando sin desarrollar) las que creo son las cuatro principales áreas de trabajo en las que los demócratas deberíamos enfocarnos para defender ese modelo de convivencia, la democracia, conscientes de que nuestro mayor desafío político hoy es luchar contra la desigualdad y la desinformación que minan la fuerza de la ciudadanía, pero reafirmando la igualdad universalista de la democracia, que es la mayor conquista moral de la humanidad.

Primero, formación en democracia (desde luego, con alfabetización digital incluida). Recursos informativos y formativos como el programa “Votante Informado” y el curso “Ciudadanía Digital Responsable”, del TSE. Promoción del pensamiento crítico y de la vocación dialógica entre los ciudadanos.

Segundo, protección del periodismo. Se trata de un pilar fundamental del sistema democrático cuyo modelo de negocio (principalmente a raíz de la masificación del Internet) ya no es rentable. Aparte de garantizar la libertad de su ejercicio, es imprescindible buscar formas alternas de financiarlo, que no comprometan su independencia respecto de las autoridades públicas, en caso de que se subsidie con dinero público, o respecto de actores privados, en el supuesto de que se ideen formas de financiación privada distintas al caduco modelo de venta de publicidad.

Tercero, disminución significativa de la desigualdad económica, dado su impacto sobre la igualdad política y la viabilidad de la democracia como forma de convivencia. Ignoro qué política económica debería seguirse para ello, pero me parece que, en nuestra tan desigual Costa Rica, se ha invocado la necesidad de promover el crecimiento económico como excusa para no desarrollar políticas públicas que combatan la desigualdad.

Cuarto, acciones afirmativas y reglas en favor de la equidad en la contienda electoral, como las que hace (o propone) el TSE para contrarrestar los efectos que la desigualdad económica tiene sobre la igualdad política: reformas legales para un financiamiento de las campañas electorales y un acceso a los medios de comunicación más equitativos, y capacitaciones para la acción política preferentemente dirigidas a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad.

Esas serían, pienso, las líneas generales de un programa político para la preservación de la democracia como régimen político. Una alternativa democrática a las cuatro opciones que he criticado en este texto o, peor, al ominoso escenario de un resurgimiento del fascismo de entre las ruinas de una democracia a la que las grandes mayorías ya no se adhieren moral ni afectivamente.

 

Referencias

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Byung-Chul, H. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.

Colomer, J. (2015). El gobierno mundial de los expertos. Anagrama.

Garrigues Walker, A. y González de la Garza, L. (2020). El derecho a no ser engañado. Y cómo nos engañan y nos autoengañamos. Thomson Reuters Aranzadi.

Greppi, A. (2016). Teatrocracia. Apología de la representación. Trotta.

Harari, Y. (5 de enero de 2019). Los cerebros ‘hackeados’ votan. Periódico El País. https://elpais.com/internacional/2019/01/04/actualidad/1546602935_606381.html 

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Innerarity, D. (2015). La política en tiempos de indignación. Galaxia Gutenberg.

Mair, P. (2013). Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental. Alianza Editorial.

Maravall, J. M. (2003): El control de los políticos. Taurus.

O’Donnell, G., Iazzetta, O. y Vargas Cullell, J. (Comps.). (2003). Democracia, desarrollo humano y ciudadanía. Reflexiones sobre la calidad de la democracia en América Latina. Homo Sapiens Ediciones.

Rallo Julián, J. R. (7 de mayo de 2021). Nada más tonto que un obrero de derechas. Periódico El Confidencial. https://blogs.elconfidencial.com/economia/laissez-faire/2021-05-07/tonto-obrero-derechas_3068007/

Sartori, G. (2003). ¿Qué es la democracia? Taurus.

Scolari, C. (2015). Ecología de los medios. Entornos, evoluciones e interpretaciones. Gedisa.

Van Reybrouck, D. (2017). Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia. Taurus.

Vallespín Oña, F. (2019-2020). Las principales amenazas a la democracia liberal. Anales Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Fascículo 1, pp. 327-344 https://www.boe.es/biblioteca_juridica/anuarios_derecho/abrir_pdf.php?id=ANU-M-2019-10032700344

 



* Abogado, costarricense, correo electrónico gromanj@tse.go.cr. Asesor político del TSE, donde también fue letrado. Licenciado en Derecho por la Universidad de Costa Rica (UCR), diploma en Estudios Europeos Avanzados en Comunicación Política e Institucional por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, máster en Márketing, Consultoría y Comunicación Política por la Universidad de Santiago de Compostela y doctorado en Sociedad de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Docente de grado en la Facultad de Derecho y de posgrado en la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva de la UCR y de FLACSO.

[1] En 2016 se publicó la versión en inglés, a cargo de Princeton University Press. En 2018 fue la versión en castellano.